viernes, 7 de agosto de 2020

EL OLIVO, de Icíar Bollaín

 

Se oyen algunas carcajadas durante la proyección, y se sienten resbalar algunas lágrimas, porque la película es un baile constante de la diversión a la impotencia, de la ilusión al desencanto, de la decepción a la utopía. 

Y es curioso que la risa y el llanto se mezclen para no siempre acompañar a los momentos divertidos y dramáticos, respectivamente. Hay tanta irracionalidad en esa lucha solitaria y tanta poesía en esa resistencia pacífica que no puedes dejar de sentir que la vida merece la pena si estás dispuesto a defender un ideal. 

Merece la pena gritar a los cuatro vientos que vivir, estar en paz con la naturaleza y con uno mismo, es el mayor bien. Y que anteponer el valor del poder o el dinero a la vida es un tremendo error que traerá consecuencias desastrosas para todos. 

La película no es ingenua en absoluto, ni tampoco está alejada de la actualidad. Hay muchos frentes abiertos en el mundo en los que gente pequeña hace cosas pequeñas para cambiar el mundo y es bienvenido ese mensaje de que no hay nunca que abandonar porque "a veces hay que lanzarse y confiar en que encontrarás buena gente que apoyará tu lucha y la hará crecer".

Hay mucha belleza en las imágenes de esta película. Miradas que lo dicen todo, paisajes que hablan por sí solos, el reflejo de una situación a que nos llevó una época en la que el engaño, la codicia y la corrupción hicieron estragos. Una época cuyas consecuencias aún se perciben con nitidez. 

Y, sobre todo, hay una lección de filosofía: un árbol, un olivo milenario, un elemento de la naturaleza, no es, o no debe ser, un objeto de consumo, porque la tierra no nos pertenece, porque no es canjeable por bienes materiales. 

La tierra, la naturaleza, es una herencia ancestral que tenemos el compromiso y el deber de mantener intacta para las futuras generaciones. Lo que hoy destruyamos nos pasará factura mañana y quizá cuando lleguemos a comprender esto ya no haya remedio.

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